sábado, 28 de abril de 2012

In Nominem Salieri



Despierta. Abre la mente. Agudiza los sentidos. ¿No lo ves? ¿No lo oyes? Es el fantasma de un hombre que intenta escapar de sus crueles leyendas. Es el eco de las notas que un día resonaron en la mente de un gran genio. Es el silencioso regreso de vaivenes melódicos y acompasados que se deslizan entre el viento y llegan hasta ti: hasta tu alma dormida… y pretenden hacerla despertar.
Tal vez, si observas más allá de estas palabras, e introduces tu imaginación en la Viena imperial… en esa Viena de calles paseadas por grandes compositores, y distinguidos hombres y mujeres vestidos con ricos y pesados atuendos, y ataviados con sus extravagantes pelucas de cabellos rizados, puedas encontrarlo. Está allí, en el interior del palacio; inclinado sobre su escritorio, con una hermosa pluma en la mano, y un brillo intensamente inteligente en sus ojos color miel.
Concentrado y atento a las notas que apunta en el papel, aprieta sus finos y ajados labios y adopta un semblante de seriedad tal, que lograría detener en seco incluso a aquel muchacho atolondrado y enfermizo con grandes dotes musicales, al que la gente conoce como Wolfang Amadeus Mozart.
Pero no estamos aquí para hablar de Mozart. ¿O tal vez sí? Su trabajo y su apasionado espíritu activaron sentimientos ocultos en la esencia pausada y detallista del compositor de cámara… Salieri.
No. No es de Mozart de quien pretendo hablar, sino de alguien a quien el supuesto enfrentamiento con él lo ha llevado a carecer de buena ventura en los relatos que han pasado a nuestros días.
Antonio Salieri. Él, con el marchito cabello, ya cano y lacio, cayendo ligeramente sobre su frente… con el arrugado entrecejo denotando intensidad  de pensamientos, y los pómulos, flácidos y rosados, manifestando su profundo ensimismamiento, reflexiona sobre las  notas que acaba de escribir en el papel. Frente a él hay tachones que indican cambios repentinos de pensamiento, lo que lleva a advertir que es un hombre un tanto impulsivo, aunque no carente de metódica.
Perfeccionista. Despabilado. Tal vez un tanto egocéntrico.
Pero no podemos juzgar sin saber, y realmente, lo que sabemos de él es, más bien, nada; no obstante, no me andaré por las ramas. Observa tú mismo a Salieri.
Cansado, se levanta de la silla rococó en la que está sentado y comienza a deambular por la estancia. La casaca negra que porta sobre los hombros impide que se distingan con claridad su chupa azul brillante y su camisa blanca, las cuales asoman tímidamente por un resquicio que su oscura vestidura ha dejado sobre su torso. En su pecho, aparte de la eufórica excitación que le ofrecen sus estrofas cada vez que las plasma en tinta negra, descansa, relajadamente, una cadena de oro que hace de colgante para un hermoso medallón.
Su retratista llega tarde, o al menos, eso intuye. Para asegurarse, levanta la vista hacia el reloj, y en efecto; está en lo cierto.
Vuelve a sentarse en su silla a esperar.
Y pacientemente espera, espera y espera. Luces y sombras juegan en su rostro como si fuese un juguete roto; algo que ahora, impensablemente, podría soñar con ser. Pero el destino es injusto. Severo. Cruel. El sino lo hará pasar a la historia como el pérfido asesino de genios y leyendas; como aquel malvado hombre que envenenó al más soberbio de los artistas.
Seguid mirándolo en silencio. No está bien perturbar la vida de un gran hombre con absurdas difamaciones a cerca de su persona, pues no sabemos si lo que dicen es cierto o no.
Sólo podemos tener una cosa por segura: que Salieri fue un gran hombre, y supo plasmar su alma en las melodías que compuso. Pero, hacia qué lado escapó la grandeza de su espíritu, es algo que nosotros jamás lograremos averiguar. ¿Fue tan buen amigo de Mozart como muchos dicen? ¿O, tal vez, sí que hizo sucumbir al compositor? Hubo luz en su alma… ¿pero acabó por apagarse? ¿Realmente, cuando se incriminó, ya senil y enfermo, en el manicomio, a causa del crimen cometido, gozaba de unos escasos segundos de lucidez?
¿Bondad o vanidad? ¿Amistad o envidia? ¿Tal vez demasiado presuntuoso, engreído y arrogante? ¿O puede que fuese todo lo contrario? De un alma manchada no puede surgir esa música celestial…
Salieri se presenta como actor secundario en la obra de una vida ajena a la suya, cuando todos deberíamos contar con el derecho a ser protagonistas de nuestra propia leyenda… el derecho a ser recordados por lo que fuimos, y no por cómo influimos en otro personaje.
¿Cómo resolver el rompecabezas de su personalidad? Es un misterio; un enigma; un arcón al que le falta la llave para abrirlo, y el cual está decorado con preciosos relieves y bonitas florituras doradas; sin embargo, sólo vemos el exterior… tan sólo un perfil de lo que realmente contiene.
Por ahora, Salieri no se preocupa por todo eso. Ajeno a su futura fama... ignorante de su venidera reputación… ve cómo el retratista llega. Se levanta de la silla; se saludan. Ambos hacen una breve reverencia inclinando sutilmente su cabeza frente al otro.
Y ahí, el artista abre el maletín de sus pinturas. Saca el cuadro, a punto de ser terminado, de un rincón de la habitación, y lo coloca en el caballete.
Acto seguido, comienza a hacer los últimos retoques. Sólo falta su firma, un título y una fecha.
Salieri se queda inmóvil frente al pintor, y deja que dé los últimos toques de color al cuadro.
¿Quién sabe lo que estará pensando en este preciso momento el italiano? Puede que ni siquiera esté pensando. Tal vez está dejando pasar el tiempo hasta que sepa en qué centrar su atención.
Unas últimas pinceladas hacen dejar el rostro de Salieri grabado en la historia, y con él, el trasfondo de una vida que nadie conseguirá descifrar.
Sus sentimientos, una absoluta incógnita. Su mente, la de un gran artista. Su paso por la Tierra, el de un sigiloso felino que llama la atención, básicamente, por el movimiento lento y reservado con el que se mueve sobre su escenario.
Un hombre. Una leyenda. Un misterio sin resolver.
Y entre medio, un cuadro. Una imagen que deja a la vista su rostro, para que, cuando los hombres de nuevas generaciones nos cuestionemos el por qué de su mito,  consigamos verlo a él, y bajo su semblante, en pintura oscura y marchita, encontremos el nombre de su personaje principal:
Antonio Salieri,
1825.
Por Joseph Willibrod Mähler.
Qué paradoja. El pasado de un gran genio eclipsado por la sombra de su propio devenir.

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