Erase una vez… Una niña que vivía en una casa. Lujosa,
aunque muy pequeña. La niña era feliz allí, pero con tan poco espacio sólo
cabía ella. Estaba sola, alejada del mundo y del tiempo. Nunca abría sus
cortinas rojas, pomposas y aterciopeladas. Se limitaba a pasar la vida alejada
de todo, tan sólo con lo que ella consideraba necesario para su propia
felicidad. Por las mañanas, al despertar,
se levantaba de su cama, y recorría la suave colcha con las yemas de los
dedos. Después desayunaba tortitas, y seguidamente se ponía a tocar su precioso
piano blanco.
Pero, una tarde que estaba aburrida, se fijó en que las
cortinas dejaban al descubierto una pequeña rendija. Intrigada, la descorrió
y se puso a contemplar el paisaje. Lo que vio la sorprendió bastante. A su
alrededor había un vecindario, con grandes mansiones igual de bonitas que la
casita de ella. Pero, a la vez, eran diferentes. En el interior de aquellas
enormes casas había mucha gente. Los propietarios irradiaban felicidad. La niña
podía percibir su alegría.
Y, de pronto, se sintió vacía. Creía que era feliz en su
pequeño mundillo; solamente con su piano, su caballete y sus libros.
Se dio cuenta de que no. De que, era cierto que era feliz,
pero estaba vacía. Necesitaba ver su casa repleta de gente. A rebosar de amistades.
Alguien llamó al timbre. Se asustó. Ya lo habían hecho
antes, pero nunca se había dignado tan siquiera a ver de quien se trataba. Se creía feliz sola. Con su pequeño mundo.
Pero ese día, por primera vez se acercó a la puerta y, con el sol cayendo en el
horizonte, y salpicándole la cara de un suave color rojizo, tímidamente, la
abrió.