sábado, 23 de octubre de 2010

El San Telmo... ¿Barco fantasma?

Hoy voy a hablaros del San Telmo. A los que hayáis leído mis dos últimas entradas tal vez no os pille tan de sorpresa lo que voy a contar ahora, pero aun así...

El San Telmo fue botado en 1788, y junto con "La Prueba", "La Mariana" y "El Alejandro", formó parte de "La División del mar del Sur".

No voy a aburriros mucho con la historia sobre los años siguientes, simplemente quiero centrarme en lo que ocurrió a raíz del 11 de Mayo de 1819.

Zarparon de Cádiz los cuatro barcos hacia el "Apostadero del Callao", que se encuentra por las costas pacíficas del continente americano.

Llegaron bien los cuatro hasta el Paso de Drake, aunque a raíz de allí al Alejandro empezó a entrarle agua por el casco y tuvieron que regresar a Cádiz... (En realidad el Alejandro zarpó un día después, debido a un poblema en el cabestrante mayor).


Pero, a lo que iba. Para pasar a las costas pacíficas de América tendrían que entrar por el cabo de Hornos.

Dos lo consiguieron. El San Telmo no.

Desde entonces, han hecho investicaciones y han buscado el barco por doquier, pero no han encontrado señales del San Telmo por ninguna parte. ¿Qué pudo ocurrir? ¿Naufragaron y el navío se perdió? ¿O llegaron a tierra firme?

Un misterio que, tal vez gracias a mi imaginación, se convierta en leyenda xD (de ahí el título de la noveleta que estoy escribiendo: la Leyenda del Barco Errante).

 Estas son las vistas de "El cabo de Hornos".






Y este el hermoso navío español, desaparecido en el año 1819 en el Atlántico Sur. ¿Sabéis a lo que me refiero? ;)

jueves, 21 de octubre de 2010

La taberna del quinto muelle

¡Hola a todos! ¿Recordáis mi última entrada? La del prólogo... Bueno, pues ahora voy a empezar a colgar el primer capítulo de la historia: LA LEYENDA DEL BARCO ERRANTE.
Espero que os guste, ¡un besito!
CAPÍTULO 1
La taberna del quinto muelle
Era la única taberna a la que hubiese ido en un día como aquel. Muy marinera y rústica, con grandes esferas cristalinas y azulonas colgando del techo, gracias a redes de cuerdas gruesas y blancas.
Las paredes estaban tapizadas de tablones de madera de roble, y en los paneles colgaban distintos trofeos que el tabernero, el viejo Samuel, había ido coleccionando de sus travesías juveniles por altamar. Grandes pinturas de imponentes navíos; algún que otro pequeño timón mohoso, y un gran ancla oxidada eran algunos de esos objetos que “el viejo Sam” observaba con melancolía, mientras servía grandes jarras de espumosas cervezas.
Yo conocí aquel lugar por mi padre, Albert Grey, que en paz descanse. Recuerdo que, cuando aún tenía diez años, solía llevarme con él cuando amarraban su navío al muelle de Cádiz, y pasábamos las horas hablando con el viejo Sam. Él intentaba explicarnos con todo detalle cada una de sus travesías, y yo me quedaba embobado escuchando al tabernero, mientras mi padre, el capitán del San Telmo, sonreía y me revolvía los cabellos, lisos y negros como el carbón.

Cuando entré allí aquella tarde de 1819, yo ya no tenía diez años, sino diecisiete, y mi padre no venía conmigo, puesto que falleció en el 1816. A pesar de todo, me sentí seguro de mí mismo al entrar a aquella taberna pequeña y poco luminosa. Nada había cambiado desde la última vez que fui.
En la entrada seguían apilándose los  flotadores de las redes de pesca, que los marineros hacían secar al sol mientras bebían y bebían.
El mohoso timón medio roto estaba colgado en la misma pared, como el primer día.
Los taburetes que rodeaban la barra de madera seguían gastados, y las bolas azules aún  la iluminaban, colgadas en el techo.
Lo único que cabría destacar, es que Samuel parecía cada vez más anciano. Y ahora, su tatuaje en forma de timón estaba oculto bajo la rota de manga corta de la camiseta, la cual le cubría por completo el antebrazo.
En cuanto me descubrió, sonrió enseñando sus dientes amarillos, y su colmillo de oro.
-Cuanto tiempo, chaval. Ya casi ni te reconozco.-Dijo mientras daba un golpe seco y sonoro a la madera de la barra.
Yo también sonreí, y entré a la penumbra. Me senté en uno de los taburetes marrones, y apoyé los codos en la barra.
-¿Qué tal va todo, chaval?
-No puedo quejarme.-Contesté, aunque no fuese del todo verdad.
Sam limpiaba una jarra de cerveza mientras me hablaba.
-Bueno, Víctor… A ver si me hacéis más visitas, que me tenéis desamparado. ¿Qué tal le va a Albert? ¿Sigue de capitán?
Aquel comentario fue para mí como haberme tirado un jarro de agua fría en la cabeza.
Así que, cabizbajo, susurré:
-Mi padre falleció hace un par de años.
Samuel levantó la vista, pasmado.
-No lo sabía.
-Ya, bueno… No tenías por qué saberlo.
-Se me hizo raro que dejarais de venir a beber tan precipitadamente, chico. Pero nunca pensé que habría ocurrido una desgracia así.-Y tras una breve pausa, llegó la pregunta que yo temía responder.- ¿Cómo ocurrió?
Yo alcé los ojos, y me encontré al viejo Sam más pendiente de mis palabras que de los vasos que debía fregar, así que tomé aire, y comencé:
-Dijeron que llevaban ya dos semanas en mar abierto, cuando encontraron sangre en la cubierta del navío. Pero el cuerpo de mi padre no estaba allí, de modo que pensaron que pudo habérselo comido un tiburón o algo así.
-Eso es imposible.-Exclamó Samuel, aparentemente consternado.-Sabes perfectamente que los tiburones no se meten en un barco así como así. ¿Qué sandeces me estás contando?
-Solo te cuento lo que dijeron los marineros. Nadie vio a mi padre después del incidente, y  dudo mucho que se tirara él mismo al agua helada.
Sam frunció el ceño, y habiéndoselo pensado durante unos escasos segundos, retomó la conversación:
-Tal vez se hiriese… Y el olor de la sangre alertase a los tiburones.
-Es un misterio lo que ocurrió.-Sentencié.-Algunos marineros recalcan que era de noche, y el capitán había ido a dar un paseo y ordenó que nadie lo siguiera. Por eso no estaban allí a la hora en que se produjo la muerte.
Samuel continuó con la limpieza de sus jarras de cerveza, y yo resoplé.
-Yo pienso que se suicidó.-Dije, y en ese instante, a Sam le calló el vaso que sostenía, y emitió un pequeño estruendo al romperse
-No vuelvas a decir eso.
-¿El qué? ¿Que se suicidó?
-Exacto. Ni pienses en que tu padre se suicidó, porque no era un hombre así. Albert os quería muchísimo. A ti, a tu madre y a tu hermana Clotilde. Así que ni se te ocurra volver a comentarlo en mi presencia.
-No hace falta que te pongas así. No lo digo y ya está.
-Bien. Cambiando de tema, Vic… ¿Quién es el nuevo capitán del San Telmo?
-Don Rosendo Porlier.
-Bien, bien… ¿Y tú? ¿Tu padre te enroló en el navío?
-Desde luego.-Afirmé, henchido de orgullo.-Soy alférez del barco.
Samuel me puso una mano en el hombro, y me dijo con total integridad:
-Tu padre estaría orgulloso de ti, muchacho.
-Gracias, Sam. Es lo que intento, de veras.
Se hizo el silencio. Sólo se oían las risas de los grumetes que bebían sus cervezas tras nosotros.
Pero yo retomé la charla, y añadí algo inesperado para el viejo amigo de mi padre.
-Por cierto, mañana zarpamos rumbo a América, creía que era conveniente decírtelo.
-¿Y para qué os vais allí?-Añadió el viejo en tono severo.
-Ya sabes que las posesiones españolas en el Nuevo Continente están amenazadas por la insurrección y los movimientos independentistas.-Expliqué.-Vamos a reforzar a las demás fuerzas que fueron hasta allí el año pasado, y a relevar al Comandante del Apostadero del Callao, don Antonio Vacaro.
-¿Sabe tu madre que te vas?
-Sí, lo sabe. Y también lo saben Clotilde y mis amigos. El único que quedabas eras tú.
-Pues me alegro de entrar en tu lista…-Comentó él en tono jocoso.
-¿Sabes qué? Fue por eso por lo que costó tanto encontrar voluntarios para el mando de la División del Mar del Sur. Porque él mismo será el que se quedará allí como Comandante.
Comenté yo, aunque omití el pequeño detalle de que los barcos también se encontraban en malas condiciones. Pero no quería preocupar a Samuel; eso era asunto mío, y ya está.
-Así que, ¿aún no hay nadie al mando?
-¡Por supuesto que sí! Porlier se ofreció en el último momento. Aunque no con mucho entusiasmo, debo de decir.
Después de eso, alguien entró en la taberna. Era un hombre de mediana edad, con el pelo castaño y un poco ondulado, aunque corto. Llevaba una carpeta bajo el brazo derecho, y la agarraba con desesperación.
Finalmente, se sentó a mi lado, en un taburete frente a la barra, y pidió una copa de vino.
Cuando Sam se la sirvió, el hombre abrió la carpeta de cuero marrón. En ella había un blog de dibujo.
Lo abrió y comenzó a observar las figuras que allí había.
Yo también las observaba, fascinado por la exquisita mano del dibujante. En él habían retratados pocos rostros, y lo que más destacaban eran los dibujos de paisajes y animales. Deduje que se trataba de la flora y la fauna de algún lugar determinado.
-Son muy buenos.-Comenté yo para quitar hielo.-Los dibujos, quiero decir.
El hombre me sonrió bonachonamente, y se ajustó las grandotas gafas a la nariz.
-Gracias, joven. Lo cierto es que son de mi hija, pero ella no sabe que le he quitado el bloc.-Volvió a sonreír, y puntuó.-Se enfadaría mucho si lo descubriera, pero el caso es que necesito saber una cosa de él…
-¿Cuántos años tiene su hija?-Cuestionó Samuel.
Cómo no, el flacucho hombre sonrió amablemente al tabernero.
-El mes que viene hará los quince.
-Pues debo decir que son unos dibujos impresionantes.-Comencé.
-Sí.-Suspiró el hombre.-Lo cierto es que es toda una artista.
Y con ese comentario, volvió a ponerse bien las gafas. Yo le ofrecí la mano, y este me la estrechó.
-Víctor Grey, encantado.
-Yo soy Ernesto Rodríguez. Naturalista.
-Yo el alférez del San Telmo.
-¿Alférez? ¿Cuántos años tienes? No debes de ser mucho mayor que mi hija.
-Soy mayor de lo que aparento.-Le dije con una media sonrisa.-Tengo 17 años.
-Tampoco eres tan mayor, chico. Si estás en la flor de la vida… Y deja que te lo diga, tu barco es precioso. Casualmente voy a embarcar mañana en tu navío. Voy a la isla de las Flores, y tal vez me quede por Uruguay. Ya sabes, cosas del oficio. Hoy aquí, mañana allá…-Ernesto suspiró, y volvió a colocarse bien las gafas en su grandota nariz.
-¿Y su hija se quedará sola aquí? Perdone que se lo diga, pero creo que no es una buena edad para dejar sola a una chiquilla en España mientras usted entra y sale del país cuando le viene en gana.-Comentó Samuel, y el señor Rodríguez se echó a reír.
-Por supuesto que no dejo sola a mi dulce Bonnie.-Acto seguido nos mostró su mano izquierda. Me asombró comprobar que estaba totalmente carcomida por las llamas. Es más, en vez de una mano parecía una gran herida que no cicatrizaba nunca.
-Dios bendito, ¿cómo se ha hecho usted eso?
-Hace unos años hubo un gran incendio en mi casa.-Sentenció el hombre, carcomido por la nostalgia.-Me quemé al intentar salvar a mi esposa galesa, Margaret Jenkins, pero…
Comprendí que aquel recuerdo podía causarle más dolor que, incluso el de la muerte de mi padre a mí. A fin de cuentas, el hombre intentó con todas sus fuerzas salvarla de las llamas, y la vio morir. Yo no vi morir a mi padre, y siempre le recordaré con su aspecto jovial y bonachón. ¡Y con su inconfundible acento irlandés!
-Por suerte, mi hija estaba jugando en la playa aquella tarde. No supo nada del incendio hasta que llegó a casa, a las ocho de la tarde. Para entonces, ya habían apagado el fuego, yo tenía la mano vendada, y ella se había quedado huérfana de madre.
-Lo lamento mucho…-Susurré. Pero en momentos así no basta con sentirlo; yo lo sé bien. A la muerte no se la puede tratar como una simple visitante. Alguien inesperado que llama a tu puerta y, como no quiere la cosa, se lleva a tu hijo enfermo, o hace que tu abuela se suma en un sueño eterno mientras descansa en su sillón.
La muerte es mucho más que eso: es la enemiga de la vida y, por lo tanto, enemiga nuestra. Aunque, claro, yo no me di cuenta en aquel momento.
-Lo que iba diciendo… Yo soy zurdo, así que no puedo escribir ni dibujar. Pero para mi oficio se requiere una buena mano con el lápiz, así que me llevo a mi hija a las expediciones, para que haga de mi mano izquierda, y se vaya preparando para la universidad, naturalmente.
Sam y yo asentimos, satisfechos por la explicación.
Ernesto se levantó del taburete, cerró el bloc de la muchacha, lo metió en la carpeta, y se despidió.
-Un placer haberlos conocido, señores.-Se paró en mí, y señaló.-Supongo que mañana nos veremos.
-Eso espero, señor.
Asintió y salió de la taberna. Al abrir la puerta, yo supe que ya había anochecido, y que mi madre y mi hermana estarían esperándome para cenar.
Así que yo también me despedí de Sam, pidiéndole que mañana por la mañana se acercase al décimo muelle para despedirse del hijo del un viejo amigo.
-Vamos, hombre. No está tan lejos. Tu taberna está frente al quinto, no creo que te suponga un gran sacrificio…
-Que conste que iré por tu padre. Se sentiría muy orgulloso de ti.
-¿Y tú te sientes orgulloso, Sam?
-Por supuesto que no. Sabes perfectamente que creo que el mar no es sitio para los humanos. Tal vez para ellos sí, pero para nosotros no.
-Sam… Ellos no existen. No es más que una historia marinera… Una leyenda.
-¿A caso una leyenda puede dejarte una cicatriz en el brazo, muchacho?
Intrigado, le pregunté por la cicatriz. Él se levantó la manga, y me enseñó el tatuaje. Yo, como no, me eché a reír.
-¿Eso es una cicatriz?
-Sí.
Sonreí, y le dije adiós mientras salía de su lúgubre taberna.
Poco a poco, volví a sentir la brisa marina inundar mis pulmones, y comprendí que pasaría mucho tiempo sin volver a ver todo eso. La taberna; el puerto de Cádiz; mi casa; mi familia… De pronto, todos mis recuerdos surcaron cual rayo mi memoria. Sentí pena. Nostalgia. Pero tenía una cuenta pendiente con el mar. Necesitaba encontrármelo cara a cara y, mientras observaba la puesta de sol y su infinita hermosura, preguntarle porqué me arrebató a mi padre cuando yo sólo era un grumetillo de la tripulación. Me senté en el muelle, con las piernas colgando en el vacío que me separaba del océano, y observé la luna. Qué hermosa era. Qué elegante.
Y los ojos se me empañaron de lágrimas. No sufría, qué va. Simplemente me impactó el separarme de todo aquello durante tanto tiempo. ¿Un año? ¿Dos? ¿Tal vez tres? ¡BAH! Qué importaba eso. Entonces tuve el presentimiento de que, posiblemente, no regresara jamás a mi bahía…
Y aunque tan sólo era un presentimiento, me estremeció la idea de no volver a ver todo aquello. Lo que verdaderamente amaba. Todo lo que podía sentir parte de mí. Pero allí, sentado en el regazo de las olas, ¿cómo podía creer que, verdaderamente, aquél presentimiento se haría realidad?



Y aquí una imagen del San Telmo (sí, sí que existió, y la historia de ese barco me da escalofríos... Por eso he pensado escribir una historia fantástica con el barco y el mar como escenario).