sábado, 19 de febrero de 2011

La Noche

Mira. Observa la noche. Es hermosa, ¿no crees? Siempre ha tenido algo especial… Inquietante. Tétrico. Pero a la vez imponente y majestuoso. Las estrellas nos observan; son los luceros que velan por nosotros las horas de tinieblas. Son las almas bondadosas que se quedan para vigilar al mundo, que duerme entre pesadas sombras que atentan contra la cordura y la coherencia.
Porque, cuando es de noche, nadie sabe lo que puede ocurrir. Los fantasmas del pasado surcan tu mente mientras intentas descansar. Tal vez te hablan. Consuelan tu llanto por haberlos perdido. Te acarician y nublan la mente con comentarios que despojan a uno del mínimo resquicio de racionalidad que queda en tu cerebro.
Hay veces que te hace vivir un dulce paseo a caballo con tu príncipe azul. Ya sabéis, chicas: ese joven alto, fuerte y galante, que nos rescata de nuestro cuarto siempre que nuestros padres nos encierran en él para que estudiemos o, simplemente, con el fin de que no estemos pululando por la casa. 
De vez en cuando, la noche nos asalta con horribles pesadillas que nos dejan: sin aliento, y con un sudor frío al que hace recorrer tu cuerpo entumecido.
Pero no nos engañemos. Es la noche la que nos hace vivir esos irrefrenables pensamientos. Esos horrores, esos deseos… No son realidad. Es la noche quien mata a nuestra razón. En cuanto atardece, le toca el turno a la fantasía. La autenticidad le pasa el relevo a la irrealidad, que nos arropa y nos consuela; que nos hace ver que nada está perdido, y que tiene una alternativa contra la vida cotidiana.
La noche significa escapada… Ensoñación. Por eso, cada vez que me acerco a la ventana a mirar las estrellas, les pregunto algo que nunca está de más:
-¿Necesitaré hoy que me amparéis? ¿Vendrán las sombras a acecharme? ¿O tal vez mi apuesto galán? No, no me respondáis… Iré a dormir y lo comprobaré por mí misma.

domingo, 13 de febrero de 2011

Antígona

Hola a todos. Hoy vengo con un trabajo que hice para clase. Teníamos que escribir una tragedia en el que la protagonista se llamara Antígona (sí, mientras dábamos a Sófocles), así que, aquí está:

LA NIEBLA

La vida pasa. Pasa y no se detiene. Sin pensarlo siquiera, se aprovecha de cada rincón sin utilizar y lo convierte en un recuerdo vacío… Lo lleva a la casa del olvido, donde reposa ya por toda la eternidad. Sume a la persona en un extraño letargo y, tal como vino, se va.
La vida es extraña. Es compleja y especial; más, incluso, que un triste suspiro de desesperanza al comprobar que, tu mejor amigo,  sigue tendido en una camilla desde hace tres días y medio.
Desde la puerta de la habitación, apagada y difusa, sólo puedo ver con claridad su rostro mortecino y blanco. Parece que una gran niebla lo envuelva, esperando a que me atreva a entrar para acariciar su gesto dormido y que, tal vez nunca más, vuelva a ver despierto. Pero no puedo. Sé lo que pasará si me siento a su lado una vez más: que esa niebla no me dejará marchar. Que sentiré su presencia, tan poderosa como la primera vez que nos dirigimos la palabra. ¿Podré soportar no poder ver sus irises castaños? ¿Qué no logre sonreírme? No lo sé. No lo sé…
Vuelvo a dirigir la vista hacia la cama, donde descansa el cuerpo de mi amigo más íntimo. Tal vez el de mi alma gemela. Suspiro y, no muy decidida, doy un paso al frente. La habitación huele a hospital: a productos de limpieza mezclados con el olor de la incertidumbre.
Es que está tan pálido… Su cuerpo inerte descansa tapado bajo las sábanas blancas. Su respiración es débil. Sus párpados, pesados.
Me entran ganas de llorar, pero me contengo. ¿Cómo es posible que hace menos de cuatro días estuviese hablando con él por teléfono? ¿Qué estuviese llamándole tonto en broma? Cada vez que lo pienso se me revuelve el estómago, la cabeza me da una sacudida, y tengo que sentarme para no caerme.
Y así lo hago, pero en vez de en una silla, me apoyo en la camilla de mi amigo. Ahora que estoy aquí, recuerdo el último día que pasó conmigo. Y mientras acaricio su cabello con infinita ternura, empiezo a decirle:
-¿Te acuerdas del sábado? Fuimos al cine a ver esa película que tanto te gusta. Comimos palomitas, y tú me sermoneaste sobre lo que te dije de dejar de leer a Golding… ¿No lo recuerdas? ¿Daniel?
Pero no responde. Sigue lívido; su gesto no ha cambiado. En este instante me pregunto cuánto tiempo voy a soportar el no hablar con él. El no abrazarlo con todas mis fuerzas… Y luego darle un tierno beso en la mejilla. Entonces él se reía y me revolvía el pelo. Yo me apartaba y le gritaba que era tonto.
-No lo eres.-Le susurro al oído.- No eres ningún tonto. Eres el mejor amigo que he podido tener… Eres divertido y muy inteligente…  Dani, por el amor de Dios, te tienes que despertar.
Nada. Las lágrimas afloran desde el fondo de mi ser, y caen a raudales por mis mejillas enrojecidas.
-No tienes derecho a quedarte todo el día ahí tumbado. Vas a perderte clases, y las bromas de Marta y Edu… Te prometo que dejaré de llamarte tonto, y que cuando me hables del Señor de las Moscas no pondré caras raras… ¡Pero tienes que despertarte! No me dejes como Antígona, sola en este mundo cruel. Asesinada a sangre fría por querer cuidar del alma de su hermano. Porque, para mí, tú eres como un hermano… Y te voy a querer siempre. Siempre…
Y lloro. Lloro con desesperación; por culpa de la nostalgia. Porque lo echo tanto de menos…
-Solías llamarme Antígona… ¿Lo recuerdas? Y yo a ti Jack Merridew. Eso no lo tolerabas, y me decías que algún día acabaría como ella.-Suspiro, dejando paso a un pequeño silencio.- No podías saber cuánta razón tenías; pobrecito mío…
Me abrazo a su cuerpo delgado y consumido, y le doy un sonoro beso en la mejilla. Me quedo así un rato, quieta y en silencio, hasta que el médico entra en la habitación.
-¿Eres la hermana?-Pregunta éste, y yo asiento mientras me separo de Daniel. Tal vez no lo sea de sangre, pero lo siento parte de mí… Bueno, en realidad no. Cada vez noto más débil ese lazo que nos unía… Ahora siento que él ya no está aquí. Está mucho más lejos, donde no puede oír mi llamada… Ni la escuchará nunca más.
Él sonríe mientras le cambia el gotero.
-¿Has tenido tiempo para despedirte?
¿Despedirme? ¿De qué está hablando? ¿Cómo voy a despedirme de él? Aún tiene que cumplir su sueño de publicar una gran novela. ¡De leer todos los libros del mundo!
-¿Despedirme? No… No comprendo.
-El chico está muy mal. No creo que aguante hasta mañana…
Me quedo en silencio, sobrecogida por el espanto de perder a mi alma gemela.
-No es cierto… No lo es…
-Lo siento mucho, pequeña. Vuestros padres están en la sala de espera… ¿Quieres ir?
-NO. ¡QUIERO QUE ME DEVUELVAN A MI HERMANO!
-Tranquilízate…
-¡No quiero tranquilizarme! Yo…- Aun no sé lo que me impulsa a hacer eso, pero salgo corriendo por la puerta y cruzo el pasillo a toda prisa. Bajo las escaleras, topándome con mi tía, que me esperaba fuera, fumándose un cigarro.
-Mar, ¿qué sucede?
-¡No me llamo Mar! Me llamo Antígona.
Y corro por la ciudad como alma que lleva el Diablo. Paso así por las aceras, por las calles y caminos, mientras pienso unas duras palabras que me carcomen por dentro:
-Yo no debo estar aquí. Tendría que estar muerta. Tendría que haber perecido junto a mis padres en aquel accidente de avión. Tendría que haber muerto con Dani el sábado, cuando lo atropelló aquella odiosa moto…
Así, confusa y aturdida, no me doy cuenta de que camino por en medio de una calle. La niebla no deja visibilidad, así que sólo paro de correr cuando me encuentro, cara a cara, con el espejo de la muerte.

Pasan cinco días; cinco días de angustia y pena. Cinco días de dolor. Cinco días de pérdida. Daniel abre los párpados y, ante la atenta mirada de su familia, susurra:
-¿Y Antígona?
Su madre se queda perpleja. Los médicos no dan crédito.
-¿Quién es Antígona, hijo?
-Antígona… Mar, Antígona…
La madre se acerca al doctor, y le comenta en voz muy baja:
-¿Cómo le digo que su amiga está muerta? ¿Que la atropelló un camión a la salida del hospital?
El médico niega, y dice:
-Pronto te reunirás con ella, chaval.
Daniel esboza una media sonrisa, y comenta:
-No está, ¿verdad? Está en el lugar del que vengo, y al que iré en muy poco tiempo.
-Oh, no, no, no… No vas morir, hijo…
Demasiado tarde. Su cuerpo se convulsiona. Deja de respirar. Los latidos menguan su marcha, y… El joven muere.
Se hace el silencio. Nadie habla, nadie llora. Todos se quedan quietos, a la espera, tal vez, de que, por un milagro, el muchacho se levante y vuelva a caminar. Pero eso no ocurre. Porque no es una película, o uno de los libros de aventuras que tanto le gustaban al chico. Esto es la realidad. Una realidad muy trágica, que pesará sobre sus memorias durante el resto de sus vidas.
-Esto es una tragedia.-Susurra el padre, pálido. Y en su mente sólo se baraja la idea de que es como una tragedia griega, como Antígona  o Edipo, Rey. –Tanto tiempo leyendo a Sófocles y ahora, ahora sabemos lo que es una tragedia… Lo que ardía entre las palabras de la cruel historia de Antígona.