sábado, 23 de abril de 2011

Capítulo 3

Sigo con LA LEYENDA DEL BARCO ERRATE ^^


CAPÍTULO 3
El dueño de las olas
Oh… La cubierta. La hermosa cubierta del San Telmo. En aquel momento sólo era el fantasma de lo que fue en sus días de gloria. Allí se había votado el buque en el año 1788, y es donde se proclamó alférez… Es normal que sintiese tanto agrado hacia ella. No quiero aburrirte contando batallitas de abuelo, pero sí que me agradaría inmensamente el resumir la historia del navío que, pronto, se convertirá en parte de tu mente… En el 1819, las posesiones españolas en Perú estaban sufriendo por causa de las ideas independentistas que tenían los ciudadanos. En la metrópoli reinaba el caos y, para colmo, nuestra querida armada estaba casi deshecha por culpa de la Batalla de Cabo Trafalgar, que se dio en el 1805. De la provincia que poseíamos a costas del Pacífico, en América del Sur, nos llegaron insistentes peticiones para que fuésemos a reforzar las fuerzas navales que habían zarpado rumbo al Apostadero del Callao haría cosa de un año. A la expedición se le asignaron los barcos que en mejores condiciones estaban, es decir, La División Naval del Sur, compuesta por dos navíos, una fragata de guerra y una mercante.
¿Te has situado? Eso espero… Porque, a partir de aquí, es donde comienza la verdadera historia… lo anterior era una mera presentación de los hechos, y… Mejor será que comience a relatar desde donde me había quedado.
Como iba diciendo, tras la sucesión de  miradas asesinas que aquella chiquilla me había lanzado, comprendí que lo que necesitaba era un momento al aire libre, así que subí a cubierta.
El tiempo era pesado… Ya sabes, aquel día era uno de ésos en los que la humedad se te cala en el cuerpo, y te obliga a hiperventilar para conseguir que tus pulmones se llenen de oxígeno.
Me apoyé sobre el casco del barco y dejé que el viento me despeinara. Después, tras unos escasos segundos de tranquilidad, mi amigo Nicolás se colocó en la misma posición que yo, a mi derecha.
-Demasiadas brumas…
-Lo sé, Vic.
-¿Podrás salir de puerto con esta neblina?
-Dalo por hecho.
-Vaya, me alegro de que estés tan optimista esta mañana…
-Todas las mañanas me levanto optimista, Víctor; es el tiempo el que deteriora mi estado de ánimo…
-El tiempo, la cerveza, los cacharros que tenemos por buques…
-Vale, dejémoslo.
-¿Por qué? ¿A caso no es verdad? –Cuestioné yo, con una sonrisa socarrona en los labios.
-Sabes que sí, ¿por qué sigues preguntándolo?
-Para ver lo que contestas…
-Vaya, eso es nuevo.
-Ya ves. Ni siquiera el preocuparme por el estado de los barcos hace que no sufra de aburrimiento…
-Tienes que inventar nuevas respuestas, Vic. Te repites…
-¿Y tú no? Vamos, Nicolás… “¡Oh! Menudo bombón…” Eso lo dices de todas las muchachas…
-No de todas, sólo de las que tengo la ocasión de contemplar.
-Eres un depravado.
-Y tú un niñato que aun no sabe lo que es la vida. Me voy, Porlier me espera en el puente. No tardes.
-Tardaré lo que tarde, y no más que eso… -Contesté yo en tono burlón, pero Nicolás, si lo escuchó, al menos no dio señales de haberlo oído.
-Por fin a solas…-Me dije en cuanto subió al castillo de popa para ponerse al mando del timón.
El salitre comenzó a pegarse en mi pálida piel. El mar, teñido de gris, ofrecía un paisaje imponente, tétrico… Poco amistoso. No era un día adecuado para salir a mar abierto, sin embargo, se había de hacer.
Porlier no tardaría en dar la orden de que arriaran las velas, y yo tendría que ir a ocupar mi puesto, junto al capitán y al teniente. Me hacía sentir especial; como si todos esos años dejándome la piel en el barco hubiesen merecido la pena. Recuerdo que solía mirar a mi padre cuando salía a mar abierto; estaba ahí, donde estaría yo en tres minutos a lo sumo. Me dirigía guiños y sonrisas, y un: “Volveremos a vernos, Víctor.”
La última vez que lo vi desaparecer tras las brumas fue también la última que oí su voz y, mal que me pese, tengo desde ese día la extraña sensación de que algo falló en el destino, porque mi padre no era un mentiroso. No. Sus promesas siempre se cumplían. Tenía que cumplirse. Teníamos que volver a vernos…
Cuando la noticia llegó a mi casa sentí cómo el estómago se me revolvía. Nunca volvía ser el mismo. Muy en el fondo, aun tengo la extraña sensación de que no fue un tiburón lo que acabó con la vida de mi padre. Esa hipótesis resulta muy difícil de creer.
No. Falló algo. Algo… que aún no hemos conseguido ver ninguno de nosotros.
-¡Grey! ¡Al puente!
La sonora voz del capitán Don Rosendo Porlier llegó clara a mis oídos, y en un abrir y cerrar de ojos, subí los peldaños que nos separaban.
Allí estaba él. El brigadier de la Armada Española. Un hombre alto, de rostro triangular; en punta. Espesa barba blanca, ojos penetrantes, y nariz larguirucha. A decir verdad, él mismo era larguirucho.
No vio cómo me acercaba. Se estaba despidiendo de Francisco Espelius, capitán de fragata. No acerté a escuchar toda la conversación, pero sí que pude oír el final: unas crudas palabras que me helaron la sangre:
-Adiós, Francisquito.-Dijo el capitán mientras Espelius bajaba del buque. –Probablemente hasta la eternidad.
Francisco Espelius saludó con gesto firme y enérgico, y Porlier sonrió amargamente.
Se recompuso enseguida, y comenzó a comportarse de nuevo como el capitán que era.
-¿Cuántos hombres vamos a bordo, teniente Gutiérrez?
-Seiscientos cuarenta y cuatro, más el botánico y su hija.
-Alférez Grey. ¿Todo el mundo está en su puesto?
-Sí, mi capitán. –Contesté yo.
-Bien. –Susurró Porlier. –Dé la orden.
Cogí aire y, con un grito tajante y poderoso, ordené:
-¡ZARPAMOS!
Si pudiese llevarme una única cosa de aquel día, sería, sin duda, el momento en el que se desplegaron las velas y se puso rumbo al noroeste. Cuánto revuelo en cubierta.
Cuánto griterío.
Levaron anclas y quitaron los amarres del puerto. El viento era favorable. La suave brisa marina comenzó a inundar mis pulmones.  Mis ojos claros se perdieron en el horizonte; allí, donde hacía más de cuatro siglos decían que se podían encontrar dragones. Sólo sentía una cosa: la música de las olas. La melodía de la mar. Mi única amante. Mi única compañera. Mi cárcel y prisión.
Amaba el mar tanto como a mi propia vida. Por eso, no pude evitar sonreír cuando perdimos de vista la costa de Cádiz.
-Soy el dueño de las olas. –Susurré yo, convencido. Eran momentos como aquél los que sacaban lo mejor de mí. Eran los que me hacían olvidar los problemas; los temores. Eran los que me hacían ser yo mismo; sin miedos.
Sí… En aquel ínfimo instante fui el dueño de las olas.
En aquel insignificante momento… Por fin me sentí en paz.

1 comentario:

  1. ¡Qué bonito! Me ha gustado mucho la última parte, además estaba enredando con el gadget de la música y había puesto Everything fades to grey y le pegaba bastante xD

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