Bajo el
espeso velo que la fortaleza creaba no había otra cosa más que dolor. El mundo
había cambiado, y con él, ella. La soledad hacía mella en su más que agotada
alma, que no podía dejar de emitir ese silencioso grito de guerra que nadie
escuchaba salvo su espíritu, ya condenado de por vida a ser desconfiado.
Entonces, cuando el grito fue audible más allá del
silencio, todo cambió. Y todos se dieron cuenta de cómo era él, su príncipe, en
realidad.
Ella todavía
duda. Se siente presionada por un amor al que no está destinada; se siente
apesadumbrada al no saber si dejarlo marchar, de una vez por todas, o de
conservarlo en su memoria aun sabiendo que va a ser lo más doloroso a lo que se
vaya a enfrentar nunca.
Es
consciente de que jamás amará a nadie como lo ha amado a él. Pero él nunca la
amó de verdad. Sólo fue un niño que necesitó de un bastón para levantarse
frente a una sociedad juiciosa. Ella fue la princesa que lo convirtió en
príncipe, y él el plebeyo que la destronó a ella, que se llevó su corona.
La princesa
cree saber lo que le conviene. Intuye que lo más parecido a la redención de su
alma es el olvido de su amor imposible: de ese hombre que creyó su salvavidas,
y que finalmente la ahogó. Y está a punto de consentirse el capricho de
abandonar el sabor amargo del adiós para sonreír de nuevo por ese mismo motivo.
Pero eso sólo puede ocurrir de una manera.
Ya no es
libre, pues desde el momento en el que comenzó a amarlo se subordinó a él, por
eso ahora hará algo que cambiará el curso de las cosas.
La princesa
ahoga un gemido al acercarse al balcón de su alcoba. Un intenso escalofrío de
placer recorre sus miembros. Y al mirar al cielo, tan oscuro como su melena
larga y espesa, dice adiós al mundo.
Y salta.
Comienza así
su última metamorfosis. La primera ocurrió cuando su príncipe le robó su vida
para obtener la de él. Esta segunda la convierte de nuevo en princesa. Tal vez
una princesa dormida, una princesa herida… Pero en una princesa, como antes,
como siempre lo fue hasta que lo conoció a él.
Aunque caiga
desde la más alta torre del castillo y sepa que el impacto acabará con ella, no
tiene miedo.
Es incluso
feliz.
Porque, a
fin de cuentas, ha recuperado su corona. Ahora ya es libre.
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